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Jueves, 25 de Abril de 2024

Cuando decimos: no puedo

25 Julio, 2015

El drama del hambre es terrible. Resulta espantoso pensar que en el mundo hay más de 850 millones de personas que padecen hambre crónica; hoy, al igual que ayer y que antes de ayer, no tienen nada que comer. Esta lamentable situación es síntoma de un hambre más profunda: el hambre de Dios. Cuando no estamos llenos de Él, somos incapaces de valorarnos a nosotros mismos y a los demás; entonces nos encerramos en el propio mundo, buscamos la propia satisfacción, usamos a la gente,  y nos desentendemos de los demás. Por eso, el Director General de la FAO, Jaques Diuff, ante el grave problema alimentario mundial, ha dicho: “Se sabe de sobra lo que hay que hacer para luchar contra el hambre; sólo falta aplicarlo”.

Jesús, que sintió compasión por la muchedumbre que lo seguía y que no había comido, sabe que el hecho de que muchos padezcan hambre se debe a la indiferencia de los que podrían hacer algo. Por eso, ante todo, ha venido a traernos a Dios. Sin embargo, quizá al escuchar esto alguno se pregunte: ¿qué no frente al problema alimentario en el mundo y de los demás problemas sociales, la redención debería dirigirse primero que nada a solucionar estas situaciones? ¿No debería ser la primera ocupación de la Iglesia el procurar, antes que nada, que haya comida para todo el mundo, y dejar el resto para después? La respuesta a esta interrogante no es fácil. Sin embargo, como ha señalado el Papa Benedicto XVI: “Las estructuras sociales justas son una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad”.

¿Cómo nacen estas estructuras? ¿Cómo funcionan? ¿Cómo se hace para que perduren en sus buenos propósitos? La historia ha demostrado que no basta diseñar buenas estructuras, pensando que éstas pueden funcionar por sí mismas, sin necesidad de una moralidad individual. Donde han gobernado el marxismo y el capitalismo ha quedado una triste herencia de pobreza, y un abismo mayor entre unos pocos ricos y muchos ¡demasiados! Pobres. Porque las estructuras justas no nacen, ni funcionan, ni perseveran en sus buenos propósitos, si no se fundamentan en un consenso moral moral de la sociedad sobre los valores fundamentales, que cada uno debe asumir, aceptando las necesarias renuncias, incluso contra los intereses personales.

Denles ustedes de comer

Sólo a la luz de Dios, que nos revela la verdad sobre la persona humana, sobre su vida, su dignidad y sus derechos fundamentales, se alcanza ese consenso. Y únicamente recibiendo la fuerza del amor divino se puede perseverar en el bien, dispuestos a sus exigencias, hasta llegar incluso al sacrificio. Quien se deja encontrar con Dios, se hace consiente de sí mismo y del camino que le lleva a la plenitud: ser consiente del prójimo y de sus necesidades, y buscar la forma concreta de remediarlas,  según las propias posibilidades. Así lo vemos en el caso del profeta Elías, el hombre de Dios, que, consiente de la necesidad de la gente, ordenó que se repartieran los panes que, como primicia de la cosecha, había recibido. Con este gesto anunciaba lo que en Cristo llega a la plenitud: Él, el gran profeta en quien Dios ha visitado  a su pueblo, se nos entrega como alimento en la Eucaristía,, donde perpetúa el sacrificio de la Cruz.

Así, Jesús nos da la fuerza para vivir plenamente conforme a nuestra naturaleza: amando a Dios y a nuestro prójimo, ya que hemos sido creados por Dios, que es amor, para ser amados y para amar. De ahí que San Pablo nos exhorte a ser humildes, amables, comprensivos, y a soportarnos mutuamente, manteniéndonos unidos con el vínculo de la paz. Quien vive así, no puede permanecer indiferente ante el dolor de quien padece hambre; entiende que este drama no se soluciona sintiendo tristeza o enojo, o imaginando planes que nunca “aterrizan”, sino haciendo algo concreto: compartiendo lo propio con quien más lo necesita ¿Qué trabajo cuesta desprenderse?, es cierto. Pero si nos unimos a Dios, Él podrá hacer ese “milagro”. Quien vuelve sus ojos al Señor, queda satisfecho.

Quizá alguno llegue a pensar que esto sólo podía hacerse en el pasado; pero que ahora todo es más complicado: la población mundial ha crecido, los sistemas políticos y económicos tienen leyes y procesos que dificultan las cosas, etcétera, etcétera. Sin embargo, como afirma San Agustín: “Los mismos sufrimientos que soportamos nosotros tuvieron que soportarlos también nuestros padres; en esto no hay diferencia. Y con todo, la gente murmura de su tiempo, como si hubieran sido mejores los tiempos de nuestros padres. Y si pudieran retornar al tiempo de sus padres, murmurarían igualmente. El tiempo pasado lo juzgamos mejor, sencillamente porque no es el nuestro”. Ante el drama del hambre, ¡no murmuremos, ni digamos que es imposible hace algo! Dejémonos llenar de Cristo para, con Él y como Él, tender una mano a quien padece necesidad.

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